Colaboración con la Web de Jorcas
Recordando la infancia.
Los que nacimos en un pueblo como Jorcas
entre los años treinta y cuarenta pertenecemos a una de las
últimas generaciones que ha visto el mundo en su estado natural.
El agua de los ríos era cristalina y sabía sólo
a agua. las personas podían irse al campo durante todo el
día y dejar las puertas de las casas abiertas confiadamente,
las emociones se expresaban a flor de piel sin rodeos, los hombres
y las mujeres bregaban contra heladas y pedriscos para sacar adelante
a sus familias, el cierzo era puro y lossabañones también
picaban como condenados.
Cuando veo a mis hijos aprendiendo a conocer
el universo a través de la televisión y el ordenador
me viene a la memoria aquella infancia libre y callejera en la que
creímos que el mundo se terminaba poco más allá
de las montañas de la Muela, la Pedriza las Peñas
RoYas o lo más lejos la Virgen de la Peña de Aguilar,
tan ingenuos eramos que nos imaginábamos que con una buena
escalera desde cualquiera de las montañas que lo rodea podíamos
tocar la luna en muchas ocasiones he pensado por qué si Jorcas
está ubicada de tal manera que su horizonte se c ierra sobre
sí mismo como una especie de mejillón triangular del
que en aquella época apenas se salía hasta que se
era llamado a filas o se marchaban a servir. Sin embargo sabíamos
que había muchas gentes y lugares más allá
de esos montes y no sólo porque durante las veladas de inviernos
habíamos oído hablar a nuestros padres de sus experiencias,
parte de ellos hacían de pastores trashumantes, pasaban el
invierno por el levante mientras las mujeres se quedaban al cuidado
de los hijos y los ancianos, los pequeños pasábamos
los inviernos patinando por las heladas calles en particular la
del Pozico Aragón que se convertía en una pista de
hielo, y jugando al frontón.
Pasábamos la época de los Maquis,
las evacuaciones de las masías, teníamos en el pueblo
maestro, practicante, secretario, dos escuelas, la Guardia Civil
y el cura que venía de Allepuz, también pasaba todos
los días el Coche Correo por Santa Agueda que hacía
el recorrido de Aliaga a la Estación de Mora, nos traía
la correspondencia y algún viajero, de vez en cuando aparec
ían en la plaza vendedores y charlatanes. Durante el verano
al igual que las golondrinas y vencejos, solía venir algún
veraneante y las chicas que habían marchado a servir.
Cuando ya estaba concluyendo la siega llegaban
los cazadores con sus fanfarrias de perros y escopetas y el verano
ponía su fin con la Virgen de la Vega. Pero además
quién podía ignorar la existencia del Gobierno del
Generalísimo e incluso los americanos a la entrada de los
pueblos, estaba el yugo y las flechas y al acabar la jornada escolar
nos hacían cantar el Cara al Sol y recibíamos un vaso
de leche yanqui; para pagar los impuestos nos tenían que
quitar la comida pues las economías eran muy precarias. En
la época aquella el Estado nunca daba nada siempre pedía,
dinero, patatas, trigo, corderos y mozos. Por todas estas experiencias
y otras que no expongo, sabíamos que existía un mundo
ancho, lejano y misterioso mucho más allá pero también
sabíamos que existía un pasado que podíamos
imaginar más glorioso que el presente que nos tocaba vivir,
pues jugábamos perdiendo el infinito tiempo de nuestra infancia,
cuántas batallas de nieve y carreras en la plaza en la piedra
y eras, cuántas horas mirando el horizonte desde el Castillo,
el Picarezo, las Peñas RoYas y el Morrón de la Horca.
Alguien debería tener la paciencia
de reconstruir esa época y traemos fresca su memoria. Aquel
tiempo y aquel mundo eran entrañables, muy manejables; La
plaza parecía el centro del tJniverso, las fiestas de carnaval,
San Pedro Mártir, con su día de la Abuela que era
única, La Virgen de Agosto, la Romería a la Virgen
del Campo de Camarillas en Pascua de Pentecostés y durante
el regreso se pasaba por Aguilar... Todo parecía detenido
e inmóvil. De pronto se aceleró la historia, algunos
se fueron a estudiar y para la mayoría nos llegó la
gran emigración del “desarrollismo"; las familias
nos desperdigamos, muchos campos se abandonaron, las casas y masías
se cerraron, los pajares se vinieron al suelo...
El Jorcas de ahora es otro pueblo,
viviendo la vida mucho mejor sin duda, y disponiendo de más
y abundantes recursos. Al recordar aquellos tiempos no me mueve
ninguna añoranza, desde luego. No quiero volver a las patatas
picadas con poco aceite como único plato para la cena, ni
le deseo a nadie aquellos sabañones, aquellas escuelas del
sopapo y el reglazo, la misa obligada todos los días festivos
y las multas si trabajabas en festivo, las pulmonías y cólicos
misereres de la gente mayor. Pero como me gustaría tener
un recuerdo más preciso de tantos vecinos, compañeros
de escuela y amigos de los que el susurro del viento ya no me trae
noticias, pero todos ello forman parte de mi experiencia en el mundo.
Para los de mi generación esa experiencia está agazapada
como las brasas debajo de la ceniza, criados en un mundo rural,
pobre hemos tenido que circular por mundos urbanos y profesiones
diversas, pero estemos donde estemos sabemos que tan sólo
hace falta un soplo sostenido para hacer fuego de la lumbre. Esa
lumbre se llama JORCAS.
Fermín Villarroya Villarroya (Barcelona, l999)
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